Como muchos otros atardeceres, Julia Maldonado caminó con paso lento por el jardín de su finca, situada en Llucmajor, en la zona sur de Mallorca, hasta llegar a su rincón preferido, un viejo banco de madera sobre los acantilados, donde dejaba vagar su imaginación.
Le gustaba observar como las gaviotas, entre chillidos, planeaban con sus alas extendidas, atraídas por el olor de los peces.
Desde allí dejaba pasear su vista hasta llenarse de armonía y belleza, contemplando la maravilla que es ver como las aguas del Mediterráneo se van uniendo lentamente a un cielo azul rosáceo, para terminar funfiéndose en un abrazo.
Cerraba los ojos y soñaba durante unos minutos para, al abrirlos de nuevo,
comprobar como se había apagado la luz del día para dar paso a una
noche llena de lunas cambiantes, de sombras y de luces.