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Un pedacito «triste» de «Los atardeceres de Julia»
Los médicos dejaron que Julia pasara unos minutos a la UCI.
El pequeño espacio estaba casi en penumbra, y él lleno de aparatos que emitían pitidos intermitentes.
Múltiples cables conectaban a una máquina su mutilado cuerpo.
Aquella imagen la dejó petrificada.
Se tapó la boca para que no se escapara un grito de su garganta.
Era devastador ver a aquel hombre tan fuerte, tan vital, tan lleno de vida, cubierto de sondas por todos lados.
Un tubo grueso, el respirador artificial, lo tenía introducido en la boca sujeto con un esparadrapo.
Le habían rapado ese hermoso cabello gris que tan atractivo le hacía, viéndosele un craneo totalmente rasurado, cosido a puntos y embadurnado de yodo.
Sus ojos verdes, siempre brillantes, que parecían sonreírle cada vez que la miraba, permanecían cerrados, hundidos. Y de esos labios que tantas veces había besado, secos y pálidos como los de un cadáver, colgaban los hilos negros de los puntos.
Tenía ambas piernas escaroladas, una hasta el muslo, y la otra hasta la rodilla, así como el brazo izquierdo. Sólo la mano derecha parecía que no había sufrido daño alguno, pero de su brazo colgaba una vía de la que pendían varios cables con bolsas de suero, sangre, antibióticos y calmantes.
Cerca de la cama había un ordenador que controlaba sus constantes vitales.
El hombre fuerte, atlético, de sonrisa permanente y mirada serena,
se había convertido en poco menos que en un despojo humano, tumbado sobre una cama,
y enchufado a la vida a través de un tubo, como si fuera un robot.
Tan esperpéntica imagen se quedó grabada en su retina que, espantada, no dejaba de mirarle
con las manos tapando su boca para evitar que se le escapase un grito de dolor.